Opinión

Los árboles del campo San Francisco

La reciente caída de un tilo denota carencias de años en los cuidados a la masa arbórea del pulmón verde de la ciudad

José Valdeón es paisajista

Mucha gente se pregunta –¡me pregunta!– estos días por qué hay árboles que caen de cuajo, que colapsan o tronchan sus ramas en el Campo, el "pulmón" verde más emblemático de Oviedo. Para responder a esa pregunta advierto desde este primer párrafo la imposibilidad de hacerlo de forma sencilla, es decir, sin atenernos a una serie nada simple sino más bien compleja de circunstancias y tiempo. Tiempo, sí, porque los árboles son capaces de sufrir en silencio, como en aquel famoso anuncio, durante décadas para, súbitamente, mostrar con estrépito su antiguo y progresivo malestar. Una no demasiado importante herida, una pequeña grieta en la unión de una rama, puede degenerar durante años y acabar produciendo daños irreparables. Como hago cada verano en los paseos guiados por el Campo, organizados junto a Regina Buitrago y Lluis Rubio, no voy a verter sesgo político alguno en los argumentos, seguramente escasos, que trataré de aducir aquí.

Las conclusiones políticas y, con ellas, los señalamientos con el dedo hacia una u otra Corporación o Alcalde resultarían injustas, creo, ya que la culpa, si la hay, recae en muchas de ellas e, incluso, se extiende a todos nosotros por esa más que vergonzosa falta de cultura del árbol que padecemos. Un pueblo –representado en el Consistorio, quien tomó la decisión– cuyo árbol totémico, el "Carbayón" fue derribado a hachazos en aras de una modernidad y un urbanismo mal entendidos, pocas razones tiene para rasgarse ahora las vestiduras.

Como profesional –jardinero primero, muchos años, paisajista después, otros tantos ya–, tuve la oportunidad de formarme en la rama –nunca mejor dicho– de Poda y Cirugía Arbórea en la escuela de Torrejón de Ardoz (con los mejores profesionales del momento), para después formar parte del equipo homónimo del Servicio de Parques y Jardines del Ayuntamiento de Oviedo. Durante años trabajamos con técnicas de trepa subiéndonos a los árboles para limpiar ramaje seco o estropeado (desgajes), reducir con mesura alguna copa inclinada o deformada por la proximidad de otros ejemplares arbóreos y tratar cavidades para que no se convirtieran en focos de podredumbre y minaran la resistencia estructural de árboles con decenas o centenares de años de vida. Esto se hizo luego con carretillas elevadoras para, después, pasar a la historia. Y, como profesional, soy enemigo acérrimo de la poda: los árboles no necesitan poda, quitémonos esa idea absurda de la cabeza. Sólo en el caso de los frutales, por motivo de su producción, o cuando existen razones de verdadero peso, se debe recurrir a la poda. Y cuando se hace, debe ser con unos estrictos conocimientos técnicos, sabiendo muy bien cuál va a ser la reacción del ejemplar en los años sucesivos y haciendo los cortes exactamente por donde han de hacerse. Muchos años de "serruchazos" y, después, de motosierras en manos no formadas no han causado más que males mayores. En el Campo, salvo en esa época que tuve el honor de vivir, no se han respetado nunca estos principios.

La mal llamada poda –es decir, el corte arbitrario y sin tener en cuenta las técnicas de cómo hacerlo– suele traer, como digo, malas consecuencias. Las heridas, por mucha "mercromina" verde que se les aplique, son vías de entrada de patógenos, los cuales, simplemente, hacen su trabajo. Hongos e insectos xilófagos (se alimentan de madera) y bacterias a veces muy dañinas forman ejércitos invasores que tratarán de atacar el corazón mismo del árbol. Este se defiende, tiene barreras y sistemas de aislamiento, así como de cicatrización, dispuestas a paliar los efectos naturales de una rotura o golpe. Pero qué pasa cuando la motosierra va y viene sin control, sin siquiera saber el ángulo que se debe aplicar a un corte para que esa cicatrización sea lo más rápida posible. Y, una vez producido el daño, ¿cómo es que no hay ya ojos bien preparados para detectar cavidades insalubres y proceder a su saneamiento? Si la mal llamada poda se efectúa, ¿no hay actuación, propia o externalizada, para un seguimiento constante en el tiempo?

El tipo de especie es también determinante en la reacción y futuras consecuencias a las derivadas de podas mal ejecutadas y sin seguimiento pormenorizado, ya que su genética determina tanto la calidad de la madera como su capacidad para resistir ante invasiones patógenas internas. Todos somos conscientes de la abundancia de castaños de indias en el Campo, muchos de ellos en edad provecta. Pues resulta que son de lo menos fiable que existe. Ojo, no estoy diciendo que no deban plantarse, son hermosísimos, pero cortes enormes hechos sobre estos ejemplares más las subsiguientes cavidades producidas por ellos se ven en el Campo por doquier a poco que uno alce la vista. Los tilos, como los de la calle de Toreno o Santa Susana, padecen de una irregularidad genética (esta especie en concreto, que parece ser es la caída en la zona de juegos infantiles hace unos días), basada en una cruz –allí donde el tronco se divide en ramas principales– extremadamente propensa a desgajarse por la mitad cuando el árbol se hace viejo y el peso de su copa es empujado con fuerza por el viento. Los cableados de sustentación solucionan este problema en la mayoría de los casos, ayudados de una poda –¡muy contenida!– de reducción de copa. En muchos de los del Campo se optó, y aún se hace, por meter motosierra sin control. Para más inri, se trata también de una especie con poca o casi ninguna resistencia a podredumbres internas, las cuales con los años pueden derivar en un daño interno imparable a no ser bajo específicas medidas profilácticas continuadas.

Y, a propósito del ejemplar colapsado en la zona de juegos infantiles, ¿se han fijado en el alcorque ridículo en el que crecía desde hace algunos años el pobre árbol? Antes, ese era un suelo de arenón, permeable y oxigenable, y ahora… Me tocó en su día, por formar parte, como dije, del equipo municipal de Poda y Cirugía Arbórea, correr hacia el Reconquista: "¡Cayó el negrillo!". Unos ojos bien formados saben leer las señales, y yo estaba allí para verlas: al urbanizar la plaza delante del hotel se había subido el nivel de suelo más de un metro, y ese imperdonable error pudrió el "cuello" del ejemplar causando su caída por un fuerte vendaval, y no la grafiosis, como se dijo. El informe técnico así lo refleja. Algo similar sucedió en la apertura al público de Villa Magdalena, aunque tras fallecer un precioso tejo, se retiró rápidamente la tierra en torno a los troncos de una secuoya y un cedro que ya clamaban por su vida. O en la plaza de Teverga, donde otro centenario tejo no se recuperó nunca de las inadecuadas prácticas perpetradas en el suelo a su alrededor por mor de "vamos a dejarlo bonito". No deberían tomarse esas decisiones a la ligera, las consecuencias, siempre nefastas, pueden ser más o menos inmediatas o diferidas, pero acaban llegando.

De modo que en el Campo se han efectuado –con criterios de seguridad, no digo yo que no– las mal llamadas podas, insistentemente sin un seguimiento adecuado durante décadas. Algunas de esas podas, de deficiente técnica y realizadas sobre especies extremadamente sensibles (castaños de indias, tilos de hoja plateada, etc...), han devenido en podredumbres interiores a veces invisibles desde el suelo que, en condiciones de climatología adversa, como vientos fuertes y racheados, han dado como consecuencia el colapso de su estructura y, por tanto, su estrepitosa caída. A ello, cabe decirlo en este punto, se suma que el Campo es un geriátrico de árboles, cuya vida, como la nuestra, está limitada por los años y, cuanto más avanzada es, mayor probabilidad hay de patologías y enfermedades. Y, aunque sea de pasada, citaré el sistema de riego por aspersión implantado en los años ochenta y muy adecuado para zonas abiertas de pradera, pero nefasto en las más nemorosas del Campo. En estas últimas debería limitarse mucho su uso –sí, aunque no se logre el prado– y dejar que la hoja se vaya degradando en el suelo y formando humus, indispensable donde la concentración de árboles es densa.

La suma de muchos factores, más otros no expuestos aquí, sería suficiente para entender por qué algunos de los árboles del Campo San Francisco no resisten los embates del tiempo y el clima. Es una historia larga en la que se acumulan malas praxis con resultados desastrosos, muchas veces con causas originadas hace décadas. Es difícil –no imposible– ver caer un plátano, una encina o una conífera, como un cedro o una secuoya. Sin embargo, otras especies, algunas ya citadas, se encuentran expuestas, por su propia naturaleza, a un porvenir incierto, sobre todo cuando han sido tratadas de formas tan agresivas para ellas sin dedicarles luego los cuidados que demandan.

Mucha gente se pregunta –¡me pregunta!–, "pero ¿qué se puede hacer?" La arboricultura es una ciencia bastante desarrollada, con técnicas que incluyen no sólo el seguimiento detallado de ejemplares, la detección y el tratamiento de cavidades –imprescindible– o las podas sistemáticas realizadas según técnicas adecuadas, sino también tomografías por ultrasonido en ejemplares sospechosos de poder presentar debilidad estructural grave. Un lugar como nuestro Campo debiera contar con este tipo de asistencias especializadas. Pero no de forma puntual, sino como parte de un programa continuo y profundo de seguimiento de una población arbórea que merece todo nuestro respeto y cuidados. Son requerimientos y gastos no incluidos en la presente contrata de mantenimiento de jardines, y sin embargo resultan imprescindibles de inmediato y a largo plazo. A pesar de las bajas, siempre lamentables, debemos recordar que muchos de los árboles del Campo estaban ahí antes de llegar nosotros, y seguirán estando cuando nos hayamos ido. Si esto, junto a toda la historia acumulada de este espacio maravilloso y único, no es merecedor de todo nuestro respeto y cuidados, no sé qué lo hará.

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