Dando la lata
La joya del súper
Las últimas en la cola del supermercado son una madre y su hija de cuatro o cinco años de edad. La pequeña lloriquea porque, al parecer, una de las puertas de lineal de los yogures le "mordió" en una mano. La anciana que va delante gira de inmediato para interesarse por la gravedad de la lesión y acaricia con dulzura la cabeza de la niña. La cajera, un poco más adelante, propone ir en comitiva a reprender severamente a esa puerta endemoniada para que deje de hacer cosas tan desagradables. Todos contemplamos embobados a la hermosa niña, la joya del supermercado, mientras su madre participa en la escena con las cejas arqueadas y las pupilas apuntando al techo, en evidente gesto de pacífica resignación. Segundos después, entre las carantoñas de unos, las palabras de aliento de otros y los mimos de todos, la princesita cruzó la línea de cajas con una sonrisa de oreja a oreja. Ya no había dolor ni sufrimiento. Milagrosamente, la mano afectada recuperó su funcionalidad y las lágrimas desaparecieron. Y la oímos reír.
Con demasiada frecuencia olvidamos que una de nuestras misiones más importantes consiste en hacer cuanto sea posible para que los niños sean felices. Al igual que estamos moralmente obligados a proporcionar afecto, paz y seguridad a los ancianos. Porque hay pocas cosas más gratificantes que la risa de un niño y que un abuelo te diga que está bien, a gusto, que tiene lo que necesita. Pequeños gestos de cariño y consideración son capaces de devolver la sonrisa a una cara triste. Parece una tontería, actos sin ninguna importancia cuando en realidad son diminutas píldoras de energía positiva.
Me gusta ver a esa preciosa criatura que sale del establecimiento con ánimo alegre porque unos cuantos adultos desconocidos fuimos capaces de consolarla. Sí, efectivamente, no hicimos nada del otro mundo, pero la niña que lloraba dejó de hacerlo. Y el recuerdo de verse rodeada de gente amistosa se asentará en su cerebro en desarrollo. Para mí no es poco.
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