"Dermoilustrados"

José Antonio Cabo

José Antonio Cabo

Dicen que Catalina la Grande de Rusia, en una audiencia que concedió al ideólogo de la Ilustración Denis Diderot, zanjó expeditivamente una discusión con estas palabras: “Usted olvida que sus proyectos reformistas se escriben sobre el papel, que lo aguanta todo. Yo en cambio escribo sobre la piel de mis súbditos, que es muy sensible…”. Apócrifo o no, hay que reconocer que es un “zasca” de antología. Pero no quiso la Historia que quedara ahí la cosa, y si es cierto eso de que “quien ríe el último ríe mejor”, quizá hoy no sería la zarina sino el “philosophe” quien dejaría escapar una sonora carcajada. ¿Por qué? Pues porque la piel de los ciudadanos parece haber perdido su irritabilidad gracias a la moda del tatuaje. Si Catalina II—déspota y autócrata “de todas las Rusias”—levantase hoy la cabeza, se quedaría de piedra al ver la gran cantidad de seres humanos que toleran de buen grado todo tipo de escritos y dibujos sobre la piel. 

Lejos están los tiempos en los que el tatuaje era propio de marginados sociales, entre los que, mayormente, se contaban ex presidiarios, marineros, y miembros de la Legión extranjera francesa. En el pasado los tatuajes identificaban a sus portadores como individuos curtidos y recios, a años luz de los cánones de masculinidad blandengue que propugna el Ministerio de Igualdad. Perdida esa connotación, hoy lucir un tatuaje es algo perfectamente inofensivo, casi convencional. 

Hoy el tatuaje se debe al deseo de recordar algún acontecimiento importante o de inmortalizar a un ser querido. Otras veces alude a la pertenencia a algún grupo o tribu urbana, o simplemente es una forma de reafirmar la individualidad de su portador. También abundan los nostálgicos del “buen salvaje” que eligen decorar su piel con motivos polinesios al estilo del arponero Queequeg, inolvidable personaje de “Moby Dick”. 

Cabría preguntarse si la ubicuidad del tatuaje ha convertido a los españoles en hombres y mujeres verdaderamente ilustrados, más allá de la epidermis. Me temo que no hay ninguna evidencia de ello. Al menos, no hasta que veamos a nuestros conciudadanos tatuarse la tabla periódica de Mendeleiev, las declinaciones latinas, un buen formulario de estequiometría o de termodinámica, o incluso una triste página de la Wikipedia.