Estampas navetas

La rosquilla y la magdalena

Una profunda ilusión infantil que conviene recuperar o revivir

Leocadio Redondo Espina

Una vez más, los Reyes me han traído, o dejado, revoltijo. Y con ello han llegado esas piezas redondas, pequeñas, con baño blanco y un agujero en el centro, que dicen de origen árabe, llamadas rosquillas.

Y la cosa es que con ellas, y contemplando su forma, y color, y luego percibiendo su sabor, vuelvo a intentar trasladarme, como todos los años, al tiempo en el que los Magos, con los humildes juguetes de entonces, nos dejaban también una pequeña bolsita de plástico con esa mezcla de dulces variados (un higo paso, un caramelo, una rosquilla, una bolita de anís, una uva pasa, regaliz, etcétera) a los que llamamos revoltijo.

Y ocurre que, salvando todas las distancias que haya que salvar, faltaría más, si las magdalenas le servían al Sr. Proust, don Marcel, para recordar los tiempos en los que su tía Leoncia se las servía en Combray, los domingos por la mañana, a mí, para conseguir lo mismo, me sirven las rosquillas.

Era cuando Oriente era una palabra mágica, sin ningún sentido geográfico para mí, que, en alas de la ferviente imaginación, sólo asociaba el término al lugar precioso del que cada año partían los Magos para repartir regalos a todos los niños del mundo. O cuando, ensoñado, me quedaba ante el nacimiento de la iglesia con mi pensamiento puesto en lo que me sugerían las hermosas figuras que lo componían.

Y era también cuando, agotado por la tensión de la larga espera de tantos días hasta la noche mágica, espera y suplicio que comenzaba a contar cuando nos daban las vacaciones en la escuela, lo que me pasaba es que la noche en la que llegaban los Reyes siempre dormí como un tronco, por llegar a ella completamente agotado. Así que puedo asegurar con plena garantía que nunca los sentí ni entrar por la ventana ni colocar los juguetes, ni mucho menos me fue posible escuchar las pisadas de los camellos, aunque, de aquella, algún rapaz me juró haberlos oído. Y no lo pongo en duda, válgame Dios; quién soy yo para dudar de algo de esta naturaleza; solo asevero que yo no pude constatarlo.

En definitiva, a mi juicio resulta extraordinario recuperar, o revivir, aunque sea por un instante, ese tiempo maravilloso en el que, cuando niños, nos sentíamos invadidos por una ilusión y una emoción tan profundas. Y ocurre que yo me resisto a olvidarlo.