Legado

En tiempos de tangibles, la belleza de una herencia paterna inmaterial

Maribel Lugilde

Maribel Lugilde

Mi padre ha fallecido. Le hemos despedido en una ceremonia de adiós colectivo y ahora empieza esa tarea íntima de encajar piezas dentro. En ella estoy. Por eso escribo. Él nos ha dejado bienes materiales pero el legado más valioso es invisible y viene de muy atrás. Es una historia de historias. Permítanme que la comparta con ustedes. Por él, claro. Por mí, egoístamente. Y porque sólo así, replicada, adquiere plenamente sentido.

Recuerdo de muy niña a mi padre absorto en la lectura. Tan niña que sólo podía fabular con lo que contenían aquellas páginas jeroglíficas. Ni una imagen, sólo filas apretadas de garabatos mínimos, ¿qué demonios había allí? Fuera lo que fuese, me decía, algún día yo también podría asomarme a esos miradores que le retenían de una forma tan cautivadora.

A la vez, mi padre era un singular contador de historias. Aventuras protagonizadas por él mismo en lugares inhóspitos de todos los continentes, incluidos sus mares y cielos. Una intrépida vida anterior que mi hermana y yo nos creíamos a pies juntillas. Me asombraba que, tras tantos combates con tribus belicosas, panteras, cocodrilos, osos o tiburones hambrientos, travesías por desiertos inhumanos o ríos bravos, aquel hombre hubiera llegado al presente familiar con su físico intacto. Admirable.

Cuando pude asomarme por mí misma a cada libro suyo o propio, descubrí que mi padre era, según el caso, el capitán Ahab de Melville, el Robinson Crusoe de Defoe, el pescador Santiago de Hemingway, el capitán Nemo de Verne, el Robinson suizo de Wyss o el atormentado Marlow de Conrad. Hernán Cortés o el doctor Livingstone, antes y después de su encuentro con Morton Stanley.

En ocasiones me he preguntado si mis compañeras de parvulario, atónitas con unas aventuras paternas que les trasmitía en clave de tradición oral, acabaron también destapando semejante usurpación de personalidades y escenarios literarios. Y así, con aquella apropiación aliñada de cosecha propia, mi padre hizo sonar su particular flauta de Hamelin.

Hemos vivido, él y yo, rodeados de libros. En ellos hubo siempre un lugar para el encuentro. La complicidad del lector es el más antiguo elixir curativo. En sus últimos días, sin poder leer ni escribir, pedía lectura, libreta y bolígrafo. En su cartera, dos carnés de biblioteca. En mi mesita, una providencial recomendación de librero acerca del buen morir: “Mañana y tarde”, de Jon Fosse.

Cada palabra que leo o escribo –hasta mi caligrafía minúscula– se la debo a él. En mi pasión por historias reales o imaginarias, mi invocación constante a ellas con alumnas y alumnos, mis hijos, mis gentes amadas, está su traviesa heterodoxia, su curiosidad e imaginación impenitentes. Un legado intangible, no monetizable, útil tan solo para descubrir la belleza de la vida y rozar, con la punta de los dedos, la felicidad.

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