Cosas de los ascensores

Relato de humor sobre una conversación en un elevador

Ricardo Junquera

Ricardo Junquera

Decía el escritor y periodista catalán Josep Pla, con ese humor fino y seco que tenía, que lo mejor para conservar la amistad de los vecinos es no tratarlos. Sin embargo, hay ocasiones en las que no queda otra; entre ellas, las de esos pequeños momentos de obligada convivencia que se producen cuando coincidimos con algún vecino a la hora de coger el ascensor que nos lleve a nuestro piso o nos baje a la calle.

Personalmente, y a pesar de que por vivir en un primer piso prácticamente no lo uso, los ascensores siempre me han gustado, porque parecen estar hechos expresamente para ejercer la sociabilidad, al menos durante un breve tiempo, con la gente que nos rodea. Este hecho se produce de una forma evidente cuando el ascensor es el de nuestro edificio. Cuando, por el contrario, se trata, por ejemplo, de ascensores de edificios de oficinas o de centros comerciales, el ambiente y la posibilidad de entablar algún tipo de comunicación son prácticamente imposibles, y cualquier intento por hacerlo haría dudar a los demás de nuestro equilibrio mental.

Esto que voy a contar ahora es una de esas últimas situaciones, que viví hace unos días en un ascensor en Oviedo. Allá va.

Salía yo de una oficina en un octavo piso y nada más entrar en el ascensor lo hizo también un chico como de unos 30 años, de apariencia normal, pantalón vaquero, americana y, eso sí, unas gafas bastante estrafalarias. Pues resulta que, en cuanto pulsamos el botón de la planta baja, el chico gira su cabeza, se me queda mirando fijamente y me pregunta sin más: "¿Tú crees en Dios, o qué?". Lo primero que pensé es que vaya avería que tenía el pobre, y contestarle aquello que respondió Unamuno cuando un alumno listillo le preguntó lo mismo para tratar de ponerle en un aprieto: "Mira, hijo, para responder a esa pregunta primero tendríamos que ponernos de acuerdo en qué es creer y qué es Dios"; pero no, por si acaso era un guasón, simplemente le respondí: "Pues, mira, fluctúo". Él me contestó que eso era porque yo tenía una gran confusión mental y era improductivo con los problemas morales; tal cual eso me dijo. Ahora sí que me convencí de que vaya avería que tenía el chaval, y miré en el panel del ascensor que todavía íbamos por la sexta planta; y el muchacho se me puso a explicar no sé qué del racionalismo y del conocimiento vulgar de las cosas, y todavía cuarta planta, y en estas va el ascensor y, plas, se para entre planta y planta. "Dios mío, ahora no –pensé–, esto pasa por andar jugando con la divinidad". Y, ¡buff!, pulsé el botón de emergencia sin que el chaval dejara de darme la brasa; tremendo aquello, tremendo.

Entonces me acordé afortunadamente de un pequeño relato de Jardiel Poncela en el que contaba que la mejor forma de evitar a un pelmazo es ser tú todavía más pelmazo que él, y allá que fui e, interrumpiéndole, se me ocurrió decirle que yo era un "terraplanista"; es decir, de esos que piensan que la Tierra es plana, y sin dejarle meter baza le empecé a montar un bollo intentando demostrarle el porqué de esa teoría, para después, y sin dejarle respirar, demostrarle el principio contrario, y por último, cuando habían pasado ya casi cinco minutos y trataba de intentar explicarle que las dos anteriores posturas no conducían prácticamente a ningún sitio, por fin el ascensor se puso en marcha y llegamos abajo y se abrió la puerta, y el buen chaval, resoplando de alivio, casi echa a correr. Entonces le dije, mientras él se iba todo lo rápido que podía: "Eyy, espera, espera, que todavía no acabé". Pero ya ni siquiera se despidió, ¡qué se le va a hacer!

Cuando salí del ascensor no sabía si agradecer o no el vivir en un primero. Cosas de los ascensores.

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