La columna del lector

La sonrisa perpetua

Guillermo Antuña

Guillermo Antuña

No puedo acordarme de cuándo conocí a Miguel, ni de si me llevaron a su local en brazos o ya pude entrar por mi propio pie, pero desde que supe la noticia de su pérdida he sido incapaz de recordarle con otro gesto que no fuese una sonrisa. Esta sensación de tiempo difuso solo la consiguen las personas y los lugares atemporales, y tanto Miguel como su bar lo eran. Punto de encuentro habitual para trabajadores matutinos, parroquia de referencia para el vermú que buscaba el codiciado sol de la esquina entre Marcos del Torniello y Concepció Arenal, en mi familia ir "donde Miguel" era una parada habitual y feliz en la vuelta a casa. Ya no se volverá a entender este cruce sin su voz profunda y ese guiño cómplice que siempre tenía preparado para quien pasase por delante de su cristalera.

Sé que mi perplejidad y dolor ante la noticia de su fallecimiento es generalizada. Vecinos y amigos del barrio hemos compartido rápidamente la mala nueva entre expresiones de incredulidad y lamento. Quisiera hacer mención especial a sus compañeros de gremio, pues los hosteleros de Sabugo le profesaban un profundo cariño, y soy consciente, tanto por sus comentarios como porque lo he vivido, de que era una pequeña alegría verlo entrar en cualquiera de sus locales. En estos casos es difícil encontrar la línea que separa esas tres categorías: vecino, compañero, amigo. Seguramente en este no haga falta, porque al final todos sabemos que Miguel era, por encima de todo, una gran persona.

Sé también de primera mano que era muy querido en el C. D. Raíces, donde llevaba años entrenando a jóvenes promesas que, como todo el equipo técnico del club, pensarán en él con sentido afecto. Cuánto hablamos de fútbol cada vez que nos encontrábamos, cuánto nos metimos con amigos culés en defensa –a veces sin razón–, de nuestro querido Real Madrid. Y cómo se agradecía esa sonrisa pícara cuando, cansado de discutir, el amigo barcelonista se marchaba riendo y Miguel te miraba socarrón mientras te decía "claro que sí, chulo".

Para la ciudad de Avilés, para todos los mencionados, para mi familia y para mí, esta es una pérdida tan inesperada como dolorosa. Pese a todo, una vez recompuestos, creo que deberíamos tener presente a Miguel como seguramente lo llevemos en el recuerdo: con una gran sonrisa.

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