Rastros en El Campillín

Los secretos y tesoros que esconde el mercadillo del parque ovetense y todo lo que se pierde cada semana

Javier F. Granda

Javier F. Granda

Acostumbrados a un tiempo donde la novedad y la obsolescencia es valor de cambio, encontrar lugares donde aparezcan y se reciclen los objetos más insospechados, los que fuimos abandonando a lo largo de nuestras vidas, las de nuestros padres y abuelos, es como abrir una puerta hacia otra dimensión. Me ocurre en el rastro de El Campillín en domingo, como me ha ocurrido en otros mercadillos, pero ninguno tan cercano.

Me encuentro con el pasado más reciente y remoto cada mañana al tropezar con todas aquellas cosas de la infancia desparramadas en el asfalto o sobre alguna mesa atestada de diferentes cacharrerías. La fortuna ha estado de mi lado últimamente, pero quizás haya sido que he aprendido a mirar y sepa mejor lo que busco. Se aprende de alguna manera a encontrar lo que se necesita. Hay quien ha de hacerlo cuando se trata de lo más elemental para la supervivencia. Pero cuando visitamos el rastro para probar fortuna, no buscamos quizás nada concreto, aunque siempre puede aparecer.

He pensado en el rastro como la marea cíclica que saca a superficie cosas que se hallan en las profundidades y que cada cierto tiempo afloran. A veces es así, pero muchas otras parece que se encuentran los mismos objetos gastados que has visto una y otra vez. Sin embargo, hay fechas, días, momentos, en los que la maravilla se muestra más o menos oculta a la vista del paseante, del flâneur que decide abrirse paso entre el tumulto. La primavera es buen momento para dejarse llevar. Siempre hay cosas que esperan para encontrarnos. Este mercado tiene una importancia enorme, y el cómputo general de todo el menudeo de la mañana ha de arrojar sumas de dinero que nos sorprenderían. Hay quien va al rastro por esparcimiento, otros por necesidad para comprar el calzado o la ropa usada que se necesita para vestir a los niños, hay quien busca libros, mecheros de gasolina, trenecillos, bocinas, discos, maquetas, puzles, relicarios, para las más variopintas, excéntricas o disparatadas colecciones de objetos útiles e inútiles que la gente tiene en sus casas. Otros van por costumbre o para matar el tiempo. Supongo que todos llevan su propia idea en mente cuando se adentran por este pequeño dédalo. He recuperado cosas tan valiosas en el rastro que me produce un profundo malestar saber que se están perdiendo, malogrando, echando a perder objetos, documentos, piezas, de una importancia enorme por el desconocimiento de lo que se vende y su valor histórico, más allá del valor comercial. A diferencia del mercado especializado del Fontán, el del Campillín tiene la particularidad de ser el lugar donde aparecen los objetos y materiales sin seleccionar. Por ello puede llegar cualquier cosa procedente del vaciado de una vivienda o lo que fuere. Y ahí aparecen muchas cosas importantes y de considerable valor (no necesariamente en lo que a valor económico se refiere). Parece que todo llega fácilmente en domingo, si no paramos a pensar en el trabajo de recogida que todos estos vendedores desarrollan a lo largo de la semana, las idas y venidas, los contactos o llamadas necesarias para tener toda la cacharrería preparada. Pero también la facilidad con la que luego se deshacen de ella si es necesario, ya que cada domingo se vierten a los contenedores del servicio de basura de la ciudad, todo lo que tenderos y chamarileros no están dispuestos a cargar de vuelta en sus vehículos. Y en ese proceso se depositan en la basura, que presupongo nadie revisa después, muchas cosas de valor entre otras muchas que no lo tienen. Se están perdiendo objetos y documentos muy importantes en todo este devenir. Así es la realidad. El rastro se merece una larga vida porque es un lugar de encuentro intergeneracional que nos pone en contacto con otras vidas que perviven en infinidad de objetos, en fotografías o documentos en cualquier soporte. El rastro es, sin duda, un lugar de encuentro y un evento cultural de primer orden.

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