Opinión

El libro del convaleciente

Dos formas diferentes de entender la vida

El título de este artículo es el de un libro de Enrique Jardiel Poncela, un escritor español de la primera mitad del siglo pasado por el que tengo auténtica devoción. En el último artículo lo cité como uno de los grandes autores de literatura humorística de España; fui injusto con él y ahora lo corrijo: sobra el adjetivo de humorística. Jardiel ha sido simplemente uno de nuestros mejores escritores, uno de los grandes. Me acordé de él y de su libro a raíz de una conversación que tuve hace unos días con un amigo. Después contaré porqué me acordé de ese libro, pero antes cuento la historia. Voy con ella.

Me llamó un amigo al que hace algún tiempo que no veía, y quedamos para tomar un vino y charlar un poco. Al poco de vernos, me cuenta que unos días después le iban a hacer una prueba médica y el hombre, cosa normal, estaba muy preocupado. Y recién me lo cuenta llega un conocido de los dos, se nos acerca, y como llegó durante el final de la conversación entró en ella diciéndole a mi amigo que no se preocupara en absoluto por esa prueba, que él pasó por lo mismo no hacía mucho y que es algo casi de rutina y muy llevadero, que ni te enteras, y que al final todo bien. A mi amigo le cambió la cara; como si le hubieran quitado un saco de piedras de la espalda. El caso es que también poco después llegó otro conocido, se nos acercó, nos preguntó qué tal estábamos, y mi amigo pues le comentó algo de que tenía que pasar por esa prueba médica. Buena la hizo. Esta vez el recién llegado tuvo la ocurrencia de pintárselo todo negro, que él también pasó por algo parecido y que es una prueba muy dura y que a ver después el resultado en qué paraba. Vaya cara que le dejó puesta a mí amigo. Normal.

Y ahora voy con el libro. La idea le surgió a Jardiel tras visitar a un familiar convaleciente de tuberculosis, enfermedad bastante común en aquella época y a menudo difícil de superar. A los que la padecían era habitual que los metieran en unos pabellones con camas casi contiguas y donde la única distracción era compartir el dolor con tus compañeros de lugar. Y a Jardiel, viendo aquello, se le ocurrió escribir una serie de narraciones breves, entretenidas y a ser posible que pudieran sacar una sonrisa al enfermo. Evidentemente a alguien en esa situación no le vas a soltar para que se entretenga un tochazo tipo "Guerra y paz" o "Los hermanos Karamazov". Y de ese conjunto de narraciones breves y simpáticas nació el "Libro del convaleciente", cuyo subtítulo es "Inyecciones de alegría", y es que realmente su lectura era un rayo de luz en las horas grises y melancólicas de aquellos enfermos.

Y recordando a aquellos dos conocidos que se nos acercaron esa tarde y al libro de Jardiel, uno queda convencido de que en este mundo estamos rodeados por dos tipos de personas contrapuestas, casi como dos tipos de razas distintas, divididas por esa línea que pasa entre el egoísmo y la generosidad, entre levantarte dando gracias a la vida o diciéndote otro día jodido que tengo por delante; entre unas personas que son capaces de repartirnos siempre y con una sonrisa raciones de esperanza y de optimismo, que no cuestan un solo céntimo dar pero que a menudo son más valiosas que el oro puro, y que entienden que buena parte de su vida consiste en dar servicio a los demás, a la gente que les rodea en el día a día, o a su familia, o a sus amigos; y esa otra clase de personas que parece que solo saben transmitir trozos de su alma de cenizos y amargavidas, que centran toda su vida en sí mismas, que viven para la conquista de su propia y personalísima felicidad y a esto subordinan cuanto hacen, dicen o piensan. Por mi parte, solo pido que el día que lo necesite pueda tener cerca a personas como las primeras, de las que sepan animarte y acompañarte en los momentos difíciles; aunque ya sabemos que de las segundas tenemos el mundo lleno, y cada día más. Qué se le va a hacer. Somos así.

Quiero acabar con un pequeño homenaje al tremendo humor y filosofía vital de Jardiel: murió con solo 50 años, arruinado, vapuleado por la crítica y abandonado por casi todos sus amigos. Pero al final de su enfermedad vio venir lo de siempre, que cuando él faltara todo iban a ser buenas palabras y alabanzas; y así fue, con discursos incluidos. La cosa es que cuando ya acabó la ceremonia y se puso la lápida en su nicho, se leyó en ella un mensaje dirigido a los allí presentes: "Si queréis los mayores elogios, moríos". Y así quedó escrito en su epitafio. Una sonrisa hasta el final, a pesar de todo.